LA EXPERIENCIA DE DIOS DE LOS AYMARAS A LA LUZ DE LA FE CRISTIANA – De la clandestinidad a la luz

Esta parte tiene como objetivo explicitar lo que durante siglos se ha mantenido en la clandestinidad, al margen de las expresiones “oficiales” de la fe católica. El rito de la ofrenda, como también las otras manifestaciones aymaras, iluminadas por el Evangelio y por los eventos de la intervención de Dios en los diferentes momentos de la historia, abandonan aquella oscuridad y se encaminan guiados por esa luz que ilumina la vida de todos los pueblos.

Así, la sabiduría de este pueblo, silenciada, discriminada, satanizada y condenada a vivir en la clandestinidad durante siglos, hoy emerge con fuerza, desde la vida misma de las comunidades aymaras.

Ello nos confirma la existencia y la sobrevivencia de sus fuentes milenarias: de su propia experiencia de Dios, de sus tradiciones, narraciones, cuentos, etc., y de los momentos privilegiados de su existencia, vividos y expresados en sus celebraciones, ritos y fiestas. Al hablar de Dios no sólo lo hacen con palabras, sino también con gestos, con símbolos, con manifestaciones que recogen toda la experiencia de la vida de fe de un pueblo pobre e indígena.

De ahí, que el rito de la ofrenda a la Pachamama se constituya en uno de los elementos simbólicos fundamentales de la experiencia aymara. Sabemos que la persecución, las amenazas y las arbitrariedades contra la vida y la práctica de los testigos oculares de la Buena Nueva causaron miedo e inseguridad.

Estas medidas de terror y de exterminación implantadas por el judaísmo, con el aval indiferente del poder romano, conducen a vivir la fe cristiana en el exilio de la clandestinidad. “La tarde de ese mismo día, el primero de la semana, los discípulos estaban a puertas cerradas por miedo a los judíos. Jesús se hizo presente allí, de pie en medio de ellos. Les dijo: ‘La paz sea con ustedes’. Después de saludarlos así, les mostró las manos y el costado.

Los discípulos se llenaron de gozo al ver al Señor. El les volvió a decir: ‘La paz esté con ustedes. Así como el Padre me envió a mí, así yo los envío a ustedes’. Dicho esto, sopló sobre ellos: ‘Reciban el Espíritu Santo, a quienes ustedes perdonen, queden perdonados, y a quienes no libren de sus pecados, queden atados” (Jn. 20, 19-23).

Sin embargo, cincuenta días después, tiempo real e histórico para el pueblo de Israel, para los seguidores de Cristo fue un tiempo privilegiado donde el misterio de Dios fue acogido en oración y en solidaridad humana, en el momento del silencio y de la práctica. Dentro de él, y únicamente desde allí, surgirán el lenguaje y las categorías necesarias para transmitir y comunicar su experiencia.

Y cuando hablamos de experiencia, ¿experiencia de qué? ¿Experiencia de quién? Sin duda, de la paz recibida, de la alegría provocada por el Dios revelado que promete su presencia infinita, infundiendo el Espíritu al conjunto y a cada uno de sus seguidores, pidiéndoles valor para anunciar su Evangelio, sin importarles la dificultad y el conflicto que se presente en el camino.

Es así como, bajo la inspiración del Espíritu, los discípulos y la Iglesia naciente encuentran el lenguaje apropiado para ese anuncio. Los discípulos temerosos, se hallaban reunidos, sin saber bien qué hacer. Pero el don del Espíritu hará que proclamen y sean testigos de la Buena Nueva en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra (Cf. Hch. 1, 8; Mt. 28, 19 y Jn. 20, 22).

Por eso la evangelización no consiste en una uniformidad impuesta, sino en la fidelidad al mensaje y al entendimiento en la diversidad. El Pentecostés aymara es también una celebración real e histórica. Se agradece a Dios no sólo por su infinita bondad presente en la madre tierra (Pachamama), que produce los frutos necesarios para la subsistencia diaria, sino también porque de las entrañas históricas, mantenidas en la clandestinidad, durante más de 500 años, se cosechan los frutos de un hablar sobre Dios, marcado por su propia experiencia cultura religiosa y por las condiciones infrahumanas creadas por la invasión colonialista y la primera evangelización.

Ese lenguaje no es nada nuevo. Nace inmediatamente después de la invasión occidental, como un esfuerzo de diálogo con el cristianismo, a partir de la afirmación de que el Dios de los dos pueblos es el mismo Dios Padre, Creador del cielo y la tierra. Pero la intolerancia terminó con las pretensiones aymaras, obligándoles a mantenerse ocultos hasta hoy. En esa clandestinidad, llena de sufrimiento, persecución y martirio, de temor y de miedo por el oficialismo exterminador e intolerante, el Espíritu de Dios irrumpe en el mundo aymara.

Él, por su infinita bondad, les pide dirigirse a sus lugares sagrados los achachilas y la Pachamama para un reencuentro privilegiado con el Dios de la historia. Allí, Dios se les manifiesta, no como el vendaval que arrasó todos sus lugares sagrados y sus sabios, ni como el terremoto o el rayo que destruyó la vida y las mani- festaciones religiosas, sino en el murmullo de la suave brisa que acariciaba el silencio contemplativo de aquel escenario concreeto (1Re. 19,8-21).

Movidos por el mismo Espíritu que permite a todos reconocernos no como esclavos sino como hijos de Dios, los aymaras exclaman: “Tatitu -Abba, Padre” (Rom. 8,14-17). Por El reconocen al Cristo de la cruz impuesto en otro tiempo como castigador y exterminador  como el verdadero Hijo de Dios Padre, que da vida, protege y libera.

Es el Dios Trino, presente desde el principio en todos los pueblos y culturas, el que permite que la experiencia aymara no sólo surja sino, también, crezca y madure en el corazón de su pueblo y cultura. Hablar de Dios, considerando esa realidad inmanente y trascendente nos lleva a confirmar que todo discurso humano sobre Dios sólo puede ser entendido como una respuesta del hombre al impulso primero de Dios.

No es él el que se apodera del absoluto, el mismo hombre es aprehendido por Él, no permaneciendo mudo ante esa iniciativa divina. Solamente en este ser aprehendido por Dios es donde se puede clasificar el discurso humano sobre Dios como una tentativa de respuesta, de reacción a una acción primera23. “Dios se autodona también al hombre; le hace una propuesta de comunión con El, de amor y de unión.

A esa propuesta divina el hombre tiene que dar una respuesta”24. De ahí, que la revelación no es el conjunto de verdades eternas comunicadas sobre la divinidad, sino fundamentalmente la automanifestación del amor del Dios trinitario que se revela al actuar y transformar la existencia de los hombres. Es principalmente historia, acción de Dios en el contexto humano a través de los tiempos.

Es la palabra que expresa aquellas experiencias mundanas, ámbitos y aspectos en que el hombre recono- ce señales, signos y símbolos donde se le abre el inefable misterio divino. “La revelación significa, pues (…) una experiencia indirecta, es decir, experiencias ‘en, con y bajo’ otras experiencias donde Dios o lo divino se manifiesta”25.

En consecuencia, toda experiencia humana de Dios acontece bajo la acción unitaria de dos componentes: por un lado, el impulso trascendental de la experiencia vivida del encuentro con Dios y, por otro, el trabajo activo de sistematización por la conciencia humana, bajo la medida de sus modelos de comprensión formados histórica y culturalmente26.

Por lo tanto, salir de la clandestinidad a la luz no significa, pues, volver aisladamente al pasado tradicional, sino un continuar los caminos y espacios de reflexión donde se intenta sistematizar la experiencia teológica como pueblo que vive la fe desde su cultura e historia milenarias. Bajo esa situación, e iluminados por el Espíritu, los aymaras se sumergirán en la profundidad de los manantiales de la revelación que van a dejar correr sus aguas, regando los lugares, el tiempo, y las realidades existentes de su pueblo.

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