LA EXPERIENCIA DE DIOS DE LOS AYMARAS A LA LUZ DE LA FE CRISTIANA – El Dios liberador de los aymaras

El rito, profundamente enraizado en la condición humana, es la celebración festiva y liberadora; la realización de la utopía de los nuevos tiempos, de la nueva creación, de la igualdad, de la justicia y prosperidad (pachacuti93). Por él comprenden a Dios presente, conduciéndoles a una vida plena y cualitativamente distinta. Justamente, la oración, la fiesta y los deseos (“!jallala94, suma horakipan¡”95 [“!viva, que sea en buena hora!”]) hablan del “más allá” de la salvación, de la promesa escatológica ya bien presente pero todavía no suficiente.

Reino que crece como la semilla en la tierra (Mc. 4,26-29). Reino que la creación entera espera con dolores de parto, “hasta que sea liberada del destino de muerte que pesa sobre ella y pueda así compartir la libertad y la gloria de los hijos de Dios” (Rom. 8,18- 22); “porque la tierra entera cantará la gloria de Dios” (Sal. 66,1).

Este Dios liberador que se manifiesta a través del rito no es sino el Dios de la revelación bíblica que se muestra como el Liberador de los últimos de este mundo, Legislador, Justo, Creador, Fuente de Sabiduría y Alegría. Padre (tatitu = Abba Padre), Hijo (jach’a jiliri hermano mayor), y Es- píritu Santo (qollana ajayu = Espíritu eterno).

Amor, agua, pan, luz, camino, vida: estos nombres de Dios permiten a la reflexión aymara leer y entender la realidad humana, la naturaleza y la historia. Y más aún, por la acción del Espíritu que infunde las “semillas del Verbo” presentes en los ritos y en las culturas, dan plena libertad de celebrar a la luz del día y de la cla- ridad eterna.

La manifestación religiosa de los aymaras, llena de expresiones simbólicas y festivas, vista desde la perspectiva de encuentro y/o experiencia de Dios, nos comunica otra realidad. Nos hace ver que el Dios de estos pueblos, así como el Dios de Israel, está íntimamente ligado a la historia y a las necesidades concretas de la sobrevivencia humana, a la lucha cotidiana, y no sólo para sobrevivir, sino para vivir plenamente.

Para nuestros pueblos, vida significa, además de la vida plena del Reino, esa lucha coti- diana por una vida digna, porque el misterio que se revela como Padre, Hijo y Espíritu Santo es el Dios de la vida. Las esperanzas de liberación del pueblo de Israel tienen sus raíces en la tierra que Dios les da como herencia. El favor de Dios no consiste en ser grandes y poderosos.

Dios quiere un pueblo humilde, de poca apariencia, que pueda acoger al Salvador como fruto de la tierra (Is 4,2) y anuncio de la promesa definitiva. “Yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva y el pasado no se volverá a recordar más ni vendrá a la memoria… Harán sus casas y vivirán en ellas, plantarán viñas y comerán su fruto.

Ya no edificarán para que otro vaya a vivir ni plantarán para alimentar a otro. Los de mi pueblo tendrán vida tan larga como los árboles y mis elegidos vivirán de lo que hayan cultiva- do con sus manos. No trabajarán inútilmente ni tendrán hijos destinados a la muerte, pues ellos y sus descendientes serán una raza bendita de Yahvé” (Is. 65, 17-23).

La esperanza y la utopía del pueblo aymara se encuentra represen- tada en esa profunda profecía de Isaías. Su encuentro con el Dios milenario, el de Abraham, Isaac y Jacob, que se revela en la creación y en la historia de todo los pueblos, el Dios que libera de la esclavitud y el sufrimien- to, le adjudica todo el derecho de considerarse pueblo y raza bendita de Yahvé.

Siendo así, las palabras, gestos y símbolos cristianos presentes en el rito no son justificaciones tímidas frente a la persecución y exterminación, sino expresiones que acogen con plena libertad el proyecto de salvación en la historia. El símbolo de la cruz que preside toda la celebración no es la aceptación arbitraria de un Dios condenador ni intolerante presentado por la cristianización.

Sino la del Dios que libera, que plenifica la experien- cia religiosa como experiencia de Dios, como experiencia liberadora: “No penséis que he venido a abolir la ley y los profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento” (Mt. 5,17). Desarrollo Económico: Pasado y Perspectivas / 107 Entonces, la fe de este pueblo es una fe en el Dios que devuelve a la tierra y a la historia de los hombres su sentido liberador.

No sólo sus pala- bras se refieren a la vida del campo (el sembrador, Mt. 13,2-43), las aves y los lirios (Lc. 12,24-28), los trabajadores de la viña (Mt. 20,1-16) o el buen pastor (Jn. 10,1-18), sino que toma los mismos frutos de la tierra para cu- rar (al ciego con lodo, Jn 9,6), alimentar (multiplicación de los panes, Mc. 6,34-44), celebrar y compartir la vida nueva que ya ha comenzado y que se queda entre nosotros (1Cor. 11,24-25).

En realidad, la esperanza de los aymaras se encamina en poder ha- cer realidad la buena nueva que el Mesías anuncia a los pobres: la liberación, el Pachacuti, el año de gracia, el año jubilar (Lev. 25,10ss), romper con toda la injusta desigualdad, contribuir al establecimiento de la frater- nidad entre los hombres y mujeres de todo el mundo y, finalmente, entrar en comunión con el Dios que coloca su morada en sus más elevados apus:

“En el futuro, el cerro de la Casa de Yavé será puesto sobre los altos montes y dominará los lugares más elevados.

Irán a verlo todas las naciones y subirán hacia él muchos pueblos, diciendo: ‘Vengan, subamos al cerro de Yavé; a la Casa del Dios de Jacob, para que nos enseñe sus caminos y camine- mos por sus sendas” (Is 2,1-3a).

En síntesis, vemos cómo se manifiesta en todo esto la experiencia de un pueblo “oprimido pero no vencido”, que experimenta la fuerza de Dios presente en otras dimensiones de su liberación, donde el aymara pone su esfuerzo y siente la participación solidaria de Dios y de los seres protectores.

Constatarán que todas sus manifestaciones religiosas ritos, mitos, fiestas, etc.- son momentos privilegiados de la comunicación de Dios y expresión de la misma. Esto les dará aún más garantía y convicción para profesar su fe en el Dios de la vida: “Ya no creemos por tus palabras;…nosotros mismos hemos oído y sabemos que Él es verdaderamente el Salvador del mundo” (Jn. 4, 42).

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