LA EXPERIENCIA DE DIOS DE LOS AYMARAS A LA LUZ DE LA FE CRISTIANA – La revelación en las culturas
“La acción de Dios, a través del Espíritu Santo, se da permanentemente en el interior de todas las culturas”27. De manera general, los dos primeros capítulos nos ponen en contacto con una cultura que se identifica con un grupo humano que tiene su propio modo de ser y vivir.
Así, la experiencia religiosa de los aymaras de hoy tiene sus raíces en la escencia propia de su cultura, esto es, en la tradición milenaria de sus antepasados y en la tradición cristiana, cuyo fundamento es fruto de la unión entre el ruah hebreo y el logos griego.
Ello nos abre a la multiplicidad de culturas, como resultado de las acciones y reacciones de los grupos humanos en sus relaciones con la naturaleza y el medio ambiente, con la singularidad o colectividades de las personas y con la dimensión trascendente, a través de religiones y/u otras mediaciones.
Esto nos lleva a afirmar: Dios, al revelarse al hombre, no lo elige como un ente individual al margen de toda vinculación colectiva, sino al hombre como un ser social e histórico, que desenvuelve su vida en las dimensiones profundas de una cultura. En el Evangelio y la Biblia en general, la cultura dice realmente Dios, es vector casi sacramental de su presencia eficaz en el mundo28.
De ahí que no es posible un lenguaje vivo sobre Dios sin una relación lúcida y fecunda con la cultura de una época y de un lugar. Toda cultura, por tanto, es producto humano. Como tal, está marcada por limitaciones humanas: límites ontológicos, psicológicos, teleológicos y ético morales29.
Profundizando el estudio sobre las culturas, encontramos un elemento fundamental que las caracteriza y permite contemplar el misterio inefable: las religiones. Ellas son el corazón de las culturas. En ese corazón Dios se hace presente, habla y se revela. “En efecto, si Dios está presente en todas las realidades y eventos, y allí puede ser experimentado y revelarse, con mucha más razón en las religiones. Aproximarse a ellas es tocar el santuario más sagrado de la vida.
En ella la humanidad refleja sus mayores, secretos, deseos, sueños, aspiraciones, carencias”30. La experiencia de Dios sucede tanto fuera de la tradición cristiana como en experiencias explicitamente cristianas. De ahí, que su acción salvífica ultrapase los límites visibles del cristianismo. Y, por consiguiente, se puede hablar de una revelación de Dios en otras religiones.
Para muchos, ellas desempeñan un papel propedéutico en relación a la revelación. Otros permanecerán toda su vida en el interior de esas religiones31. Por eso, desde Dios, la religión es el lugar donde Él se revela como plenificador y consolador de los hombres. Allí muestra su rostro, su respuesta a los anhelos y deseos de plenitud de las criaturas.
Allí está Él aguardando los pedidos, las esperanzas, los sueños de la humanidad. Y esa mutua realidad, de presencia de un Dios que espera y de una humanidad que busca desde su necesidad, está en el origen de innumerables expresiones religiosas. En consecuencia, “la revelación pertenece a la autocomprensión de toda religión que siempre se considera a sí misma creación divina, y no meramente humana”32. Toda religiosidad es un fenómeno cultural, y, como tal, está sujeta al proceso orgánico de los diferentes grupos étnicos y sociales.
La Iglesia, queriendo ser fiel a sus fuentes y a su misión en el mundo, reflexiona, anuncia y busca renovar su vida y actividad de acuerdo con las necesidades del mundo contemporáneo y se abre a los horizontes de to- da la humanidad (Vat.II). En este Concilio, lejos de anatematizar y conti- nuar con posturas dogmáticas absolutistas, vigentes hasta entonces, afirma abiertamente que es una verdad fundamental que Dios quiera la salvación de la humanidad de todos los tiempos, de todas las razas y de todas las culturas33.
Con esta postura, la anterior concepción rígida de revelación como conjunto absoluto de verdades y depósito de fe encerrado en el pasado es superada por el propio dinamismo activo que subyace en ella, como la autocomunicación de Dios y de su plan salvífico en la historia a través del Espíritu Santo.
Estos cambios, que sepultaron concepciones teológicas bien antiguas y bastante dolorosas, abrieron nuevos tiempos para el diálogo y para la comprensión histórica del actuar salvífico y revelador de Dios, en la historia humana, dándose lugar así, a nuevos horizontes teológicos cuyo sujeto mediador es el hombre en su integridad. Estas perspectivas nos llevan a entender a Cristo como autor y perfeccionador de nuestra fe (Heb. 12,2). Y esta fe, a reconocerle como el Verbo que se hace carne humana, o sea, cultura.
Él no envió a sus discípulos por el mundo para promover la cultura sino el Evangelio: la gracia y la salvación de Cristo. “Así, pues, la gracia y la salvación el conocimiento de Dios, de su obrasólo pueden ser acogidos y experimentados culturalmente según las exigencias cristianas de la encarnación. De aquí deriva, en sín- tesis, la tensa y fecunda relación de cultura y fe, de evangelización e inculturación, de diálogo de culturas y pluralidad de teologías, de sensus fidei y magisterio”34.
En este escenario, el Evangelio, aunque no se circunscriba a ninguna cultura, las penetra de manera que puedan afirmar sus valores, elevándolas, por la verdad, a niveles superiores y, también, la variedad y profundidad de vivencias cristianas presentes dentro de ellas, cuyas dimensiones van ofreciendo cada vez más valiosos presupuestos para la práctica y la reflexión de la inculturación del Evangelio.
El concepto de inculturación es relativamente reciente. Se trata de un proceso activo de asimilación del mensaje evangélico desde dentro de la propia cultura que lo recibe35. Si reflexionamos con este concepto tomando en cuenta la experiencia religiosa de los aymaras, constataremos que el proceso no es nada nuevo para este pueblo. Sabemos que no fue el método usado en la evangelización de Abya-Yala, pero sí se ven los esfuerzos por parte de estos pueblos de asimilar el mensaje y vivirlo desde sus propias dimensiones culturales.
En efecto, toda cultura es portadora, a su modo, de valores universales establecidos por Dios. La reflexión sobre la manifestación de Dios en las culturas, desde la óptica de la inculturación, “reemerge” con la revalorización de las religiones como alma de las culturas. En nuestro continente, los eventos eclesiales de Medellín (1968), Puebla (1979), Santo Domingo (1992) y la conmemoración de los 500 años marcaron pasos significativos de la integración de las culturas en la reflexión teológica.
Así, la teología se transforma en lugar donde se decide el diálogo, la comprensión y el acompañamiento de ellas, respetando sus formulaciones culturales y auxiliándolas a dar razón de su esperanza36.