LA EXPERIENCIA DE DIOS DE LOS AYMARAS A LA LUZ DE LA FE CRISTIANA – La tierra, don de Dios
La reflexión aymara constata que su fe en Dios es la misma fe del pueblo bíblico, que lo experimenta como el único dueño de la tierra: “Por que mía es toda la tierra” (Ex. 19,5). Una creación buena y entregada para el bien de todos: “Sean fecundos, multiplíquense, llenen la tierra y somé- tanla” (Gén. 1,28).
Para Israel, así como para los aymaras, la tierra no es algo meramente material o simple mercadería, sino un elemento religioso de su ambiente vital. Es un don de Dios y expresión de su presencia, pues fue Yahvé quien se las dio (Jc. 11,24). La tierra es la herencia que estos pueblos recibieron de Dios como el hijo hereda todo cuanto posee el Padre (Dt. 12,10; Sal. 24,1-2; Sal.
136,22; Ex. 19,5; Nm. 36,2.4; 29, 1-11; Jos. 13-14)70. Las historias de estos pueblos -Israel, aymaras, quechuas y los pueblos originarios de Abya-Yala entran en comunión por aquel elemento común que les revela a Dios como padre y madre y les constituye como “pueblo santo”. La convivencia íntima e histórica que el aymara tiene con este don gratuito, se asemeja a la que tiene el pueblo de Israel, cuyas experiencias iluminan y revelan el proyecto de Dios para todos los pueblos: cielos nuevos y tierra nueva (2P. 3,13).
Esa comunión amorosa y fraterna como ya lo hemos ma- nifestado viene de su experiencia profunda con el Creador (Gen. 1,1). La tierra, denominada Pachamama (Madre Tierra), es la máxima representa ción simbólica de toda la Creación, porque su sentido no sólo se limita al espacio físico tierra, sino que se trasciende en el espacio y en el tiempo de notando toda la existencia.
En otras palabras, Pachamama es como la ma- dre de la misma existencia vital. “El aymara, desde el día cuando abre los ojos al nacer hasta el día cuando cierra los ojos al morir, desarrolla su existencia en un mundo maravilloso al cual referentemente denomina ‘Pachamama”71. Por ella, llegan al conocimiento de un Dios Omnipresente y Providente. En ese sentido, el universo, la vida humana y la de la naturaleza, con todas sus grandezas y limitaciones, en si mismos ya son “sacramento”.
“Sa- cramento de su Creador”, como nos revela la Biblia desde sus primeras páginas (Gen. 1,27s). El Dios invisible se hace visible a través de la creación (Rom. 1,20)72. “Quien no se encontró con el Creador frente a la belleza del poniente o en el silencio de una noche llena de estrellas, o en el aroma delicado y en la bellísima humildad de una pequeña flor silvestre, no se encontró con el sentido simbólico de la vida ni con Dios providente que, en su infinita bondad y sabiduría, viste las delicadas flores del campo y alimenta los alegres pájaros del cielo… Si por criaturas Dios hizo todo eso, cuanto más no hará por los hombres y mujeres, perlas preciosas de su creación”73.
De ahí, que el aymara posea una espiritualidad marcada por su mís- tica milenaria de veneración y armonía, de trabajo y respeto por la tierra, que, a través de la historia, todos los pueblos originarios de Abya-Yala la reconocen como el lugar del encuentro verdadero con Dios74. “Desde México hasta las tierras del fuego, la tierra es un lugar sagrado, un espacio privilegiado del encuentro con Dios”75.
Pero, al mismo tiempo, esta tierra considerada don de Dios, se ha convertido en causa de sufrimientos, violencias, empobrecimiento y muer- te. El modo religioso de apreciar y relacionarse con ella es afectado constantemente por la modernización del campo, la mercantilización de la producción agrícola y, en particular, por la conducción de la agricultura según las normas del mercado, que la han transformado de un valor específico de uso a un valor de cambio.
Este proceso de modernización, la escolarización alienante de la juventud, la propaganda de las sectas protes- tantes provocan la pérdida de valores religiosos andinos y, con ello, la “despachamamización” del campo76. Sin embargo, la encarnación de Jesús marca el inicio de una nueva etapa: la Palabra de Dios se hace carne, acampa entre nosotros (Jn. 1,14). Habitando entre nosotros y con nosotros nuestra tierra es visitada (Lc. 1,78). El Hijo de Dios se hace nuestro hermano: semejante en todo a no- sotros menos en el pecado.
Toda la Creación es asumida en la Encarna- ción. Así, la promesa de una tierra nueva (Ap. 21,1) es un signo de esperanza para todos los pueblos: Dios enjugará toda lágrima, desaparecerá la muerte y todo será renovado (Ap. 21,5). Esta tierra nueva comienza ya con la resurrección de Jesús, primicia de todos los que duermen en la tierra y en el sueño de la muerte (1Cor. 15,20), y nuevo Adán que posee el Espíri- tu de Vida (1Cor. 15,45).
Comienza la plenitud del Reino, la nueva crea- ción donde todo será transfigurado: tierra, cuerpo, mundo, naturaleza, historia, humanidad. El paraíso descrito poéticamente en el Génesis bíblico y aymara ya anunciaba esta utopía de comunión de Dios con la humanidad y la creación77. “La utopía de una tierra nueva permanece siempre en la historia del pueblo de Israel.
Toda la teología del Antiguo Testamento se concretizará y realizará en María: ella es la tierra prometida, la tierra madre de cuyas entrañas nace la vida; la nueva Eva, madre de la vida: la hija de Sión que salta de alegría al ver que su Señor está llegando (Sf. 3,14-18), la esposa del Se- ñor, el paraíso como fuente de agua viva (Gen. 2,6), la raíz que brota de Jesé (Is. 11,1-2), la tierra fértil que produce fruto (Sal. 85,12), la tierra bendita llena del rocío del cielo (Dt. 33,13), la tierra que se abre para que germine el Salvador (Is. 4,2)”78.
Vemos, así, la voz profética de la Iglesia asumiendo con fidelidad el compromiso por los pobres de la tierra y, en especial, con los pueblos indígenas. Esa voz reafirma: “La tierra es un don de Dios, don que El hizo para todos los seres humanos, hombres y mujeres… No es lícito, por tanto, porque no es conforme con el designio de Dios, usar este don de modo tal que sus beneficios favorezcan sólo a unos pocos, dejando a los otros, la inmensa mayoría, excluidos” (Juan Pablo II, Recife-Brasil, 7.7.80)79. Iluminados por el Espíritu presente en estas palabras, las iglesias aymara y quechua renuevan su compromiso con la defensa de la vida, de la tierra, de la cultura y de los derechos de estos pueblos.
“Con la esperanza en la resurrección de nuestro pueblo andino, pues todos los que han muerto en sus luchas por defender su tierra, su cultura y sus derechos son como la semilla enterrada en la tierra para que nuestro pueblo florezca y tenga vida, les decimos con las palabras de nuestro arzobispo del Cusco, Luis Vallejos: ‘Quisiéramos animar tu esperanza, decirte que ames tu tierra, que ames tu cultura, tu canto y tu lenguaje, tu estilo, tu familia y tu paisaje.
Que junto a otros campesinos te organices, porque es solamente la unidad lo que hace la fuerza. Que tarde o temprano tú o tus hijos poseerán la tierra entera, porque Dios mismo la entregó como regalo y tarea para todos’ (Carta Pastoral 31. 1. 82, n 10 ‘a los campesinos’)”80. Por eso, el caminar de estos pueblos es un caminar permanente en la presencia del Creador Omnipresente en la naturaleza, Por Él irán constatando que la tierra es elemento fundamental en todo el recorrido de la historia salvífica, historia de Dios, que no se da fuera de la humanidad, fuera de la historia de todos los pueblos del mundo81.
En consecuencia, el núcleo fundamental de las manifestaciones religiosas aymaras son celebraciones de la vida como don gratuito del Dios que se manifiesta en la Pachamama. “Tú visitas la tierra y le das agua y le entregas riquezas abundantes… preparas a los hombres sus alimentos” (Sal. 56,10).