LA EXPERIENCIA RELIGIOSA AYMARA – Los ritos: celebración de la experiencia religiosa
Al igual que el mito, el rito es objeto de connotaciones negativas: como si fuese una especie de triquiñuela o fácil receta que llevará a cabo una victoria contra el mal, o como un fetiche supersticioso. Estas connotaciones, en la medida de lo posible, nos exigen mencionar algunas pautas que nos ayuden luego a comprender el desarrollo del ritual aymara.
Al aproxi- marnos específicamente al mito en general y a la mitología aymara en particular, constatamos aquella necesidad existente de interrelación entre mito y rito, no tanto por las funciones que desempeña el mito ni por la necesidad de dar un mayor relieve al rito, sino porque los dos se destacan como magnitudes que se complementan recíprocamente.
La religión como actividad ritual, sin el influjo vivificante del mito, está caracterizada por un cierto prosaísmo y carencia de imaginación, alimentando poco la vida de los sentimientos. “(…) el hombre no se conoce apenas por las palabras, sino también por el obrar (…). Los ritos son también medios de conocimiento (…).
En tales ges- tos, el ser humano descubre al mismo tiempo el ser de Dios, de los hermanos y el ser propio”9. De ahí que podamos decir: la afirmación simbólica afectiva de la fe, formulada en un cuerpo de doctrinas, es realizada en los ritos. Es decir, todas las acciones, directamente inspiradas por una voluntad de relacionarse con lo divino, son la expresión práctica de una experiencia religiosa y establecen, en efecto, lazos estrechos entre el individuo, el grupo o la comunidad que profesa la misma fe.
a. La lógica ritual aymar
Todas las capacidades que los aymaras han desarrollado para explicar su vida, la vida de la naturaleza, del cosmos y de todo lo que sucede alrededor de ellos, no se las adjudican a sí mismos, sino que las explican con el orden sobrenatural que tiene vigencia inmediata como rector de la conducta humana.
La determinación de los éxitos o fracasos de sus actividades está relacionada con la conducta observada y la relación concreta con los espíritus tutelares que animan toda la naturaleza y actúan sobre el hombre, para los que éste, a su vez, trata de atraerse su favor. La realidad no es un objeto que puede modificarse con la razón o el trabajo, sino que requiere del agente sobrenatural y de su voluntad.
Por eso, el talante aymara es ambivalente: pesimista frente a la posibilidad de cambiar la realidad por medios puramente técnicos y optimista frente a la posibilidad de modificarla por medio de rituales que apelen el favor de lo invisible10. El ritual aymara responde a ese constante equilibrio que se mantiene entre el hombre y los tres espacios de su cosmovisión.
Equilibrio que significa la aceptación de un mundo existencial de fuerzas opuestas consideradas no como antagónicas, sino como complementarias. Se complementan cuando el aymara las supera por medio del reconocimiento mu- tuo en las celebraciones y fiestas, en la reconciliación y en el acercamiento simbólico al otro.
“Para regular los aspectos del medio ambiente, para pedir más favores de los dioses, para aplacar los caprichos de la naturaleza o de los espíritus y para solucionar los problemas hay que ofrecer diferentes ritos a los ‘achachilas’, a la ‘Pachamama’ y a los ‘uywiris’, que son generosos y ayudan a la gente”11. La práctica religiosa de los aymaras se caracteriza, particularmente, por la ejecución de un número elevado de ritos que, todos, de una u otra manera, tienen como objetivo, mantener o restablecer el equilibrio y la armonía.
El pueblo aymara, por su carácter eminentemente agrario, del que depende para subsistir desde sus orígenes, mantiene un calendario litúrgi- co práctico y sencillo, que se basa en una manera propia de organizar o caracterizar las estaciones del año en referencia a todas sus actividades vitales y agrícolas: Jallu Pacha (tiempo de lluvias), Waña Pacha (tiempo seco) y Yapu Pacha (tiempos de siembra y de cosecha).
En consecuencia, los ritos son la máxima expresión de la religiosidad aymara. Según esta perspectiva, el rito religioso y el esfuerzo humano no se oponen; son parte de una estrategia global que suprime las dificultades y factores ingobernables que hacen de la vida del altiplano una lucha.
En el mundo aymara los límites de distinción y diferenciación lógica quedan entre el bien y el mal, los agentes propicios y malignos, lo conocido y lo desconocido; y no entre lo material y lo espiritual, lo sagrado y lo profano, el cuerpo y el alma.
12. Por eso, el ritual no es sólo la afirmación de una exigencia individual delante de los peligros o de las dificultades que el aymara enfrenta, sino también la afirmación de una solidaridad común debidamente organizada.
b. Espacios y tiempos para la celebración ritual
El aymara, a lo largo de su historia, delimita y acepta muchos espacios sagrados en los que celebra sus ritos y se dirige a Dios. Estos tienen su representatividad e importancia, no porque estén considerados dentro de las grandes tradiciones míticas de su mundo, sino por su experiencia his- tórica de Dios.
Ellos son: La Pachamama, que es entendida a partir del término pacha, cuyo significado de tiempo y espacio reconoce el universo entero el de arriba, el del medio y el de abajo. Es la tierra o terreno que nos cobija; como sufijo, pacha añade la idea de la totalidad y de precisión; es el hic et nunc, aquí y ahora. Mama, con significado maternal y protec- tor, en aymara significa señora y en quechua, madre.
La Pachamama pue- de ser identificada, a diferentes niveles, con diversas connotaciones y correlaciones simbólicas en cada uno de ellos. Primero, es el centro vital Taypi en relación a lugar, algo imprescindible y fundamental para la vida de toda la humanidad. De ella nace toda la nación aymara; por eso, se la reconoce como madre que da a luz y genera vida:
“Ella misma es vida y por eso la amamos, la cuidamos y protegemos comunitariamente. Siendo vida, es sagrada y destruirla es destruirnos a no- sotros mismos”13.
Este primer nivel, quizás el más corriente, comprende sobre todo el terreno relacionado con las actividades ordinarias de la comunidad, prin- cipalmente en torno a las casas y a los campos de cultivo. La tierra posee una vitalidad productiva que invita a una constante convivencia de diálo- go y reciprocidad por los permanentes beneficios que ella ofrece para la continuidad de la vida del aymara.
Es la base esencial de la vida del hombre; él es persona (jaqi) en cuanto posee la tierra, porque en ella desarrolla su personalidad individual y colectiva.
Segundo, por su naturaleza asume la figura femenina, maternal y bondadosa. Una madre en el altiplano es todo para sus hijos: los alimenta, los viste, cuida del hogar y de los medios de subsistencia; a la vez que, indefectiblemente, sobre sus espaldas carga al hijo o a la hija (wawa) más pequeño (a) en los viajes y faenas.
Ella representa lo femenino del universo, la capacidad de crear y reproducir siempre la vida dentro del cuerpo. Cualquier parte de la tierra que pisa el aymara es la Pachamama. Ella es siempre fecunda y benevolente y el culto que se le rinde es en agradecimiento por los dones y la vida que nace de si.
Una tercera connotación nos lleva a considerar la representatividad de carácter universal del rostro materno de Dios, vinculada de forma estrecha con la producción agrícola y, en este sentido, responsable de la manutención del aymara. De ahí que la importancia dentro de la concepción y práctica religiosa de este pueblo sea insustituible, porque se ha “maternizado” en la tierra.
Por esta circunstancia, si bien carece de un perfil iconográfico unívoco, está vinculada con frecuencia a una imagen de mujer, y de mujer campesina. Esa ausencia representativa y la influencia de todas las advocaciones que se le dan a la Virgen María suscitan una analogía especulativa de la existencia de una relación entre ella y la Pachamama. En varias fiestas patronales en homenaje a la Virgen María se escuchará lo siguiente:
“Así como la Virgen da buenos frutos, de la misma manera nuestra Pacha Mama nos da buenos frutos y nos manda vivir unidos”14.
A pesar de la existencia de la similitud de bondades y funciones que el aymara encuentra en la Virgen y la Pachamama, él es consciente de la diferencia y de los atributos particulares de cada una. Pese a todo ello, la Pachamama es vista, en última instancia como madre; mejor quizás, como señora madre, pues provoca respeto y temor. Pero, ciertamente, no es concebida como un enemigo peligroso al que haya que aplacar y pagar, ni mucho menos un comensal hambriento al que se le tiene que saciar15.
Los Achachilas: “Apu o Jach’a Achachila” (gran abuelo), que ve la vida de los pobladores de una gran región, y el Jisc’a Achachila” (abuelo me- nor) que es el que controla una comunidad o un sector del pueblo aymara. Este término cariñoso, de “abuelo” se refiere a los espíritus que habitan en las cumbres de los cerros y montañas, identificándose el término con el propio macizo montañoso y la característica humana sapiencial del abuelo en torno a la familia o la comunidad; es el antepasado de la comunidad que usa toda una sabiduría y experiencia para la tutela y protección, y encarna, con frecuencia, a personajes de carácter mítico convertidos en piedra.
Los Uywiris (de uywaña, criar; el que cuida o los que cuidan) son los protectores, tutores, los encargados de proteger los bienes, los productos y el hogar.
Si la mayoría de los ritos están dirigidos a los espacios que acabamos de describir, éstos tienen su última referencia en la Pachamama. Así, los ritos aymaras que se dirigen a los otros espacios no se realizan sin antes al principio, en la mitad o al final ofrecer lo fundamental la ofrenda a la Pachamama. Por eso, ella es reconocida en los Achachilas y Uywiris como la causa y fundamento de los atributos que gozan estos espíritus protectores.
El tiempo es una de las referencias cósmicas con relación a las cuales se sitúa el aymara, constituyéndose en una de las categorías fundamen- tales de su psicología y de los componentes esenciales de toda la cultura. Para el aymara hay un solo tiempo puro y primordial (Pacha). Es el tiem- po que existía en el momento de sus orígenes. Es el tiempo que, en principio, puede ser repetido. En las grandes y pequeñas fiestas, el tiempo original se hace presente y el tiempo cotidiano que se acaba en el trabajo es renovado.
Su organización ritual nos lleva a entender que este tiempo puro y primordial se divide en dos: el tiempo del ciclo vital que transcurre cada día y el tiempo de las grandes ceremonias festivas del año. De ahí que el rito tenga su significado fundamental como momento propicio y festivo, porque, si en la vida cotidiana el tiempo acaba, envejece y se degenera, en la fiesta es recreado a partir de sus orígenes. Si en lo cotidiano el caos es experimentado como el fin, en la fiesta es recuperado el eterno origen del cosmos a partir del caos. Así, en el ritual festivo, el aymara recrea su vida, reactualiza su historia, renace a un nuevo tiempo y creación (Kuti).
c. Los celebrantes de los ritos
En casi todas las religiones se han destacado las castas sacerdotales, cuyas personas o grupos eran y son reconocidos como los únicos especialistas en los asuntos religiosos y litúrgicos.
La cultura aymara que enfoca su realidad desde el punto de vista religioso, desarrollará un liderazgo sacerdotal que responde también a la me- diación integral de la vida humana. Es una sociedad que mantiene dos realidades importantes, que necesitan de una intervención inmediata: mantener el equilibrio de comunicación con los seres sobrenaturales que controlan el mundo y la preocupación constante contra todo aquello que ame- naza la integridad de la salud humana.
No existe una denominación más apropiada, en aymara, para un especialista ritual que la del Yatiri, cuya traducción literal es “el que sabe”; por eso, no sólo es sacerdote, sino también maestro. Su vocación y forma- ción no se basan en una educación erudita académica, sino por la elección de lo divino que se manifiesta de forma fulminante.
El elegido o elegida, para formarse en el conocimiento y la destreza de las técnicas rituales pertinentes en relación simbólica con el entorno religioso aymara, empezará actuando como auxiliar en todas las ceremonias y ritos que su maestro tenga que realizar. A la vez, su formación consistirá en nutrirse de la tradición, de un entrenamiento que dura muchos años, el cual culmina con el juramento o voto a Dios, a la Pachamama y a los Achachilas.
Como maestro, él está presente en todos los acontecimientos de la comunidad, sean públicos o privados. Se preocupa por el buen comportamiento ético y religioso de las personas, a la vez que la comunidad le exige que tenga una vida íntegra y coherente. Por su sabiduría y por su experiencia de vida, muchos solicitan sus consejos, haciéndose confidente y consejero de las familias. En caso de enfermedades, diagnostica y recomienda a los Qolliris.
Este ministerio mantiene un orden jerárquico entre el “Jac’ha Misa- ni” y el “Misani”. El primero es el encargado de presidir las ceremonias más importantes del ritual aymara, como son la ofrenda a la tierra y la “Wilancha”18. Mientras que el segundo presidirá todas las otras ceremonias cíclicas.
El ministro católico reconocido por el aymara como sacerdote, presbítero, padre, padrekallo (=padrecito), tatacura (=señor cura), tiene una relevancia ceremonial evidente, sobre todo en la eucaristía, que es buscada con ansiedad en determinados momentos del ciclo productivo, especialmente cuando el proceso de floración que anuncia el período de madurez de los productos está en marcha.